lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Por qué el colombiano es tan cafre?

Gente bien particular son los sociólogos, filósofos, antropólogos y afines, que consagran su existencia a tratar de responder a los por qué de las conductas humanas, aún conscientes de que, precisamente en virtud de ellas, su encomiable desvelo tendrá tan sordo eco, como tan relativa contraprestación. En el caso de Colombia, la mayoría de los estudios de aquellos quijotes va a parar a una de las cuatro páginas de cierta famélica publicación sin ánimo de lucro, que circula apenas entre el gremio, y cuando no, permanecen en el limbo de algún escaparate, todo porque alguien robó la llave por el simple prurito de sustraerla.

En tanto lo anterior, no es menester quemarse las pestañas en busca de sentido al por qué los colombianos son como son, tan proclives, por ejemplo, a reclamar como Patrimonio de la Humanidad ciertos superlativos de oropel, como que tienen el mejor café del mundo, el mejor policía del planeta, la bahía más linda de América, el toque-toque más estético en el fútbol, el español mejor hablado, la ciudad de la eterna primavera, las orquídeas más lindas del universo, los máximos ciclistas en la montaña, los pioneros del carriel y de la ruana, los mejores caballistas de paso, de paso el presidente más popular, los ases del tejo y del trompo en el hemisferio, los reyes de la fritanga, los altivos portadores del sombrero vueltiao, ¡único en el orbe!, y otros embelecos por el estilo que surten su feria de vanidades, cosas todas ellas que no pasan de ser mitos inherentes a su mentalidad arribista, parroquial, arrabalera, violenta, y para redundar, también traqueta, de connotaciones peregrina y gilmente regionalistas, que plasman con orgullo en sus aires autóctonos o escupen con proverbial soez en los foros de internet.

Dentro del amplio espectro de orgullos vernáculos y de patria que avivan el imaginario colectivo y engordan su ideal de cultura autóctona, suelen los colombianos proclamar a los cuatro vientos que lo mejor del país es su gente, convicción que el Estado y el sector turístico han dado en promover como ícono de la identidad nacional, como referente de sus valores y parte de sus atractivos naturales. ¡Nada más ajeno a la experiencia objetiva! Inclusive, tanto sí hay un reconocimiento implícito al clamor de estas líneas —que es el de muchos—, que la frenética ofensiva publicitaria emprendida a través de medios de comunicación con grandes auditorios, como CNN y The New York Times, admite sin rodeos: "Colombia: ¡El riesgo es que te quieras quedar!".

Aquí resulta tan inevitable como imperativo admitir que en la escala de los antivalores, desde muy temprano en su devenir, el colombiano promedio oscila —digámoslo del modo gráfico y contundente en su propio lenguaje— entre el verdadero hijo de puta y el auténtico malparido, adjetivos que de manera eufemística se resumen en el vocablo cafre. Por cierto, quien hoy pueda levantar la mano para asumirse como la excepción, es obviamente aquel que apenas completa la media hora de nacido en la tierra que Pablo Escobar Gaviria en su apogeo criminal sacó del anonimato, lo que ni Gabriel García Márquez en su esplendor literario hacerlo pudo. Excepción, desde luego, nada atenuante, puesto que más pronto que tarde aquel neonato será un cafre más en el censo y en el consenso.

¿Quién es bueno en Colombia? Analizada en perspectiva, la pregunta, que pudiera adjudicársele a Hugo Chávez contra Álvaro Uribe en los peores tiempos de la crisis colombo-venezolana provocada y atizada por el segundo hasta el final de sus ocho años en el poder, no es de veras disparate ninguno. Por supuesto, resulta imposible creer que se trate de reacciones al repunte del precio del café de Juan Valdez en la Bolsa de Nueva York o de alguna campaña internacional orquestada por Cristina Aguilera contra su colega Shakira. En verdad, tamaño interrogante sin respuesta es consustancial al día a día, y no exclusivamente por la saturación de noticias adversas derivadas de las conductas asociales y antisociales del entorno, Estado, gobierno y sociedad al unísono, sino por la propia vivencia cotidiana, personal, íntima.

A la pregunta del millón habrá que responder invariablemente que la madre es buena con el hijo, el recién casado con su pareja, el adulto mayor con la niñez... Pero si generalizar es cosa poco fiable y poco sustentable, entonces, y en rigor de evidencia, habrá que poner en la balanza estadísticas como las del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, cuyos indicadores dan cuenta de las altas tasas de maternidad y paternidad irresponsables, del auge de los casos de padres y maestros pederastas, de la espiral alcista de maridos demandados por alimentos y del creciente índice de perversión inclusive en la tercera edad. Son eventos y protagonistas estos y otros muchos por los cuales los despachos judiciales no dan abasto, aún a pesar del silencio de las víctimas, que no entra en el universo estadístico, pero que contribuye a institucionalizar la impunidad y a consolidar lo que, dicho en colombiano, es simple y llanamente el imperio de la malparidez nacional.

Por supuesto, no se es cafre sólo por incurrir en conductas visibles a la ley de los jueces o a las cámaras de vigilancia. Sin tanto adjetivo ni marco de referencia socio-filosófico-cultural-antropológico, colombiano es, por ejemplo, aquel panadero que se solaza con mearse sobre la masa del pan antes de someterla al horno o el sujeto satisfecho al fin, después de haberle rebanado tremenda porción de pintura al auto nuevo del vecino de parqueadero. Son prácticas dignas del Código Penal, que van a engrosar otra clase de expediente: el de lo genuinamente colombiano. Incluso, hay otras expresiones no tan recurrentes, pero que evidencian modos de pensar y hacer de acuerdo con el catálogo de colombianismos. Ejemplo: la enfermera que, hastiada de las demandas de su anciano paciente decide esconderle la prótesis dental, bajo la deducción silogística de que así el enfermo aprenderá a no quejarse tanto.

De hecho, lo cafre es al mismo tiempo un modo institucional, corporativo, social, consolidado, legitimado y entronizado en todas las esferas del país, desde las instituciones del Estado, pasando por el sector privado, hasta aquellos estamentos marginales. Ser cafre es de alguna manera como llevar la camiseta de la Selección Colombia: Algunos la exhiben, otros la tienen puesta bajo la ropa, pero todos necesariamente se reconocen en ella.

Fenómeno sociológico en expansión, cafre es el político, el funcionario público, el contratista, el escolta, el militar, el policía, el celador, el médico, el abogado, el odontólogo, el profesor, el empresario, el cajero del banco, el taxista, el dueño del bar, el actor famoso, la modelo y su versión prepago, la terna arbitral en el fútbol, la barra brava, el dirigente deportivo, el contratista, el sindicalista, el interventor, el burócrata, la telefonista, el carpintero, el mecánico, el chofer, el proxeneta, el cura, el brujo, el pastor, el portero de la morgue, el vendedor ambulante, el indigente en el semáforo, el guerrillero, el traqueto, el paramilitar, el usuario de Twitter, de Facebook... ¡Es la cafrecracia!

De la mirada general a la experiencia particular, bastaría la vivencia del extranjero que llega por Bogotá, para comprobar la naturaleza cafre de un colombiano según se comporta durante el aterrizaje. No ha terminado la nave su carreteo, cuando los connacionales han vuelto trizas los protocolos de seguridad, violentado las normas de cortesía y transgredido la ley del sentido común, al saltar alevosamente de sus sillas para emprender una lucha sin cuartel por los equipajes embutidos en los escaparates dispuestos para tal fin. Desde luego, ya en el curso del vuelo no faltará quien se haya encaletado algunos objetos que con obvio carácter devolutivo provee la aerolínea: una revista, una frazada, una almohada, un par de audífonos y, ¿por qué no?, hasta un chaleco salvavidas, a lo cual tampoco faltará, ¿por qué no?, el invicto coleccionista de máscaras de oxígeno. A propósito, esto es lo que en el lenguaje coloquial se conoce como ser avión, que es una de las acepciones de cafre.

Ello, sin contar con que uno que otro viajero ya había sostenido un altercado con el prójimo por un codazo incidental o por el privilegio de la ventanilla, o agredido al personal de abordo porque el menú no incluía lechona, porque el licor de la carta no era gratuito o porque muchos se rehusaban a suspender sus aparatos electrónicos en el momento técnicamente indicado para hacerlo. Ni se diga sobre la costumbre tan extendida de quienes para dormir pretenden reclinar la silla al imposible de los 180 grados, sin importar que el usuario del puesto de atrás esté a punto de morir estrangulado, y que es uno de los hábitos detonantes de riñas y de trifulcas en los cielos que surcan los colombianos.

Visiones como la anterior rondan la memoria ingrata de Hannelore Vierschann, viuda del antropólogo alemán Hans Dieter Schönwemberg, cuando evoca su único viaje a Colombia, adonde la pareja voló atraída por esa especie de Crónicas de Narnia que pintaban algunas páginas de la web sobre la Sierra Nevada, Caño Cristales, San Agustín y la región del Amazonas, pero también destinos como Cartagena colonial y Villa de Leyva.

Tras una fila de tres horas para inmigrar, el tener los ojos azules y haber perdido su traductor electrónico durante el vuelo mientras dormían, fueron para este matrimonio como el pasaporte hacia la pesadilla. Para comenzar, los visitantes no sólo fueron objeto de las exigencias de unos buenos dólares por parte de cierto oficial de inmigración, sino víctimas del gremio de maleteros, que en gavilla les exigía cuantiosas propinas por la devolución de la única de las cinco valijas —para más señas violentada— que sobrevivió a la desaparición de su equipaje, armado para tres meses de estadía.

Una vez en la calle, entre el maremágnum propio de los alrededores de la puerta de salida de los pasajeros internacionales en Eldorado —infestados por el comercio informal que ofrece desde chitos, chicles, cigarrillos al menudeo, llamadas a celular, tinto en vasito desechable, voluntarios de todos los oficios, venta de lotería, CD's, la ultima novela de Vargas Llosa, lustre de calzado, hoteles baratos, cambio de moneda extranjera, hasta damas de compañía— lo único en que la atribulada pareja de Neunbrandenburgo atinó a echar mano aquella noche fue de la palabra que en casi todas las lenguas del mundo traduce lo mismo: ¡Taxi!

(CONTINUARÁ...)

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