viernes, 22 de noviembre de 2013

Medio siglo del magnicidio de JF Kenndy

Espacio reservado para escribir sin prisa sobre las vivencias de un día histórico, el viernes 22 de noviembre de 1963, cuando fue asesinado el presidente John F. Kennedy en  Dallas, Texas.

jueves, 21 de junio de 2012

La pieza que le falta a la FIFA

Contra lo que pudiera creerse a simple vista, no estamos aquí ante un objeto de carácter lúdico hallado por arqueólogos británicos en la tumba de Ramsés III. Cuero, cáñamo y una tan virtual como resignada redondez harían suponer que se trata de un instrumento de juego empleado por antiguos egipcios, supuestos padres del invento más próximo al fútbol, un milenio antes de que este deporte fuera reglamentado en Inglaterra (1883).

En verdad, esta piltrafa, desecho, ripio, escoria, o como quiera tildársele a su suerte última, corresponde a toda una pelota de fútbol de los años ‘60 del siglo veinte y —¿por qué no?— a una de tantas reliquias faltantes aún en la galería de la FIFA. Especie de eslabón perdido, es por lo mismo una pieza perfectamente digna de alternar en el museo del fútbol con otras antiguallas ausentes sin remedio, como la Copa Jules Rimet, que hasta 1970 constituyó el trofeo al campeón mundial. Hecha en plata, chapada en oro y lapislázuli, en 1983 la estatuilla desapareció de su escaparate en Río de Janeiro, y al parecer fue fundida.

No por haber sido extraído del subsuelo de Google, el balón de la referencia deja de ser todo un hallazgo. En particular, porque el descubrimiento de esta imagen, con toda su carga emocional, histórica, vivencial, nostálgica y hasta poética, permite devolver la cinta de la memoria hasta las calles de sectores como Palermo en Bogotá, en tiempos en que hordas de niños y jóvenes se apropiaban del pavimento para convertirlo en campo de fútbol. Ni siquiera puede decirse que lo tomaban por asalto, pues el espacio reservado al tráfico era suficientemente amplio y apacible, gracias a que el auto particular constituía un bien extravagante a las posibilidades económicas del común.

Fabricado naturalmente para el potrero y no para otra clase de superficie, la apariencia menesterosa del balón de marras se explica en que su último tramo de vida útil no sólo transcurría sobre el asfalto, sino que de modo recurrente resultaba ensartado entre las púas de las verjas del vecindario, en algún inexpugnable rosal de antejardín o en las agujas de vidrio picado dispuestas sobre el lomo de las paredes de las casas, cuyos dueños encontraban en este escalofriante mecanismo de defensa una forma eficaz de disuadir a los amigos de lo ajeno.
Esta versión original del primero de los dos esféricos aquí reseñados es la misma que deslumbraba a la niñez y a la juventud de aquellos tiempos, cuando, por razones que mejor interpretan los estudiosos del comportamiento de la economía, la sociedad y del devenir, la noción sobre la pobreza pareciera estar más arraigada que ahora, cuando paradójicamente los más desposeídos son la generalidad. Dado su carácter incosteable, pretender la adquisición de este utensilio hacía parte de las quimeras para la mayoría de adolescentes, desde luego unas mucho más relevantes que otras, como la de tener algún día de domingo la suerte de ingresar al estadio El Campín, la de comprar un receptor de televisión o la de conocer el mar.

Objeto casi de culto ante la imposibilidad económica de un balón por cada familia, una vez la flamante esférica retozaba entre la camarilla infantil producía un deleite próximo a la lujuria, y a su propietario le otorgaba una posición de dominio sobre el entorno. En medio de una resignación a toda prueba por parte de la gallada, surgía así la figura del dueño del balón, a menudo un sujeto que, prevalido de mayor nivel socioeconómico, solía abrogarse la investidura de mandamás del barrio a la hora de disponer de la pelota, definir el momento y lugar de los partidos, determinar inclusive la alineación de los rivales y, por supuesto, establecer las reglas del juego a su inapelable antojo.


En aquel Palermo de garbosas residencias de arquitectura inglesa en su conjunto, la placidez de sus vergeles, parques y alamedas pobladas de eucalipto y urapán reflejaba en cierta forma el talante apacible de sus gentes, que de la noche a la mañana se vieron prácticamente a merced del tropel de futbolistas callejeros. Sin contar la algarabía permanente, sumados cada ventana reducida a polvo de cristal por falta de lesa puntería, cada jardín arruinado con la búsqueda de la pelota que trascendió el enrejado, cada taponazo contra un portón, cada pared estropeada por cada círculo impreso en lodo, cada rechinar de frenos de un vehículo en medio del frenesí de la turba de adolescentes, cada bronca alrededor de una coyuntura de juego, cada peatón impactado por un tiro de esquina, cada acera vedada a los transeúntes, cada asignatura escolar perdida, cuando no el mismísimo año lectivo, aquella fiebre de fútbol en la mitad de la calle se había constituido en factor de perturbación.


Desde la perspectiva local, Bogotá abarcaba prácticamente la noción del país. Así entendida, la idea sobre el resto de la circunscripción nacional era en significativa proporción la de concebirla como La Provincia, una dimensión medio abstracta y peyorativa, no obstante la importancia de centros urbanos en auge como Medellín, Cali y Barranquilla. Inclusive, más que una percepción, resultaba sobre todo una actitud, que muchos, especialmente en los barrios del entonces norte de la ciudad, de mejor estrato social, asumían con cierto desdén regionalista, fundados en el protagonismo cultural, político e histórico de la metrópoli.

Aquí vale consignar cómo aquellos futbolistas, en su gran mayoría, se daban a los conciertos de pelota dentro de la mayor informalidad. Si bien la prerrogativa de tener balón propio era suerte exclusiva de unos pocos, mucho más patética resultaba la de calzarse un par de guayos. Así, lo más parecido a la vestimenta de un jugador era a duras penas una camiseta, única y por lo tanto eterna, alusiva generalmente a los equipos de la ciudad, Millonarios y Santa Fe, que se acompañaba del jean o del pantalón de calle. Por supuesto, la excepción eran los niños o los jóvenes bien, privilegiados con la muda deportiva completa, que al rompe de verlos denotaba sensibles diferencias sociales.

Uno de los virus desencadenantes de semejante influenza futbolística derivó principalmente del boom de las estampitas de colección del campeonato profesional, avivado por la importancia que entre el corrillo infantil suscitaba la vecindad con Edilberto "Bogotá" González, delantero del Independiente Santa Fe, residente en un edificio contiguo al entonces flamante Teatro Americano, localizado en la carrera 16, entre las calles 49 y 50. Prevalido de su condición de hermano menor del futbolista, Luis Eduardo, de eximias calidades con el balón, capitaneaba aquellas huestes.

Conocido entre los más cercanos como "Mechegallo", apócope de "Mecha de gallo", por sus pelos más sobresalientes a la altura de la coronilla, su liderazgo dentro y fuera del juego implicaba una sentida admiración, no exenta de protagonismo. En medio de la casualidad de los partidos, en la calle, en el parque Palermo o en la Ciudad Universitaria, como era conocido el campus de la Universidad Nacional, su presencia era garantía de holgura en el triunfo en cualquiera de las alineaciones que, en su condición de propietario de uno de los contados balones del sector, él conformaba a su criterio. Por supuesto, todos querían jugar al lado del Lionel Messi de Palermo.

A menudo blanco del juego áspero, sus destrezas llegaban al punto de que, sin despeinarse ni salirse del reglamento, era capaz de pasarle la cuenta de cobro a su verdugo mediante un amague, levantar con sutileza la pelota e impactarle con ella el rostro, simulando intentar hacerle un sombrerito es decir, pasarle la bola por encima de la cabeza, como cosa propia de su habilidad— y tomar luego el rebote del balón, que en sus poder adquiría propiedades magnéticas. A continuación driblaba a su antojo al opositor, y si resultaba factible le metía un caño, como se dice en Río de La Plata, suerte esta que en Colombia se conoce como túnel colarle la pelota por entre las piernasy que suponía una humillación para todo aquel que osara rasparle los tobillos.

En medio del sosiego de aquella pradera de ensueño que constituían los campos de la Ciudad Universitaria, cuidados con esmero casi golfístico, en una tarde del verano de 1965 el grupo se disponía a uno de los habituales picados partidos casualescuando apareció, con cierto aire de superioridad según sus primeras manifestaciones, un hatajo de adolescentes algo mayores, en plan de desafío, encabezados por quien saludó identificándose como hijo de Gabriel Ochoa Uribe, el más prestigioso de los directores técnicos en Colombia, y quien más que un nombre de éxito era ya una marca.

Aceptado el reto de aquellos forasteros de mejor estrato social, y como era proverbial en aquel fútbol de potrero, ocho díás más tarde cada bando armaba su propia portería, consistente en disponer para el ancho de cada una y a manera de referentes de ambos postes, dos montones de cuanto a bien había: ropa, maletines, gorras, zapatos, etc. De este modo se configuraban los arcos, y la manera de darles dimensión, solamente a nivel del piso, era por el sistema de caminar el jugador elegido para ello tantos pasos como convinieran ambos rivales. Ante la ausencia de árbitro y la falta de travesaño, tema tan subjetivo y controversial como dirimir sobre si un balón aéreo implicaba un gol, se resolvía relativamente en proporción a la estatura del portero, lo cual solía ser causal de interminables discusiones. Aunque menos recurrente, algo similar acaecía con la también imaginaria línea de gol.

Bajo premisas muy aferradas dentro de la informalidad del contexto, como que tres tiros de esquina consecutivos acarreaban un penalty, el duelo fue pactado a seis goles, con lo cual se llevaba la victoria el equipo que primero alcanzara esa cifra. En estas condiciones, un partido podía implicar desde una tarde entera, hasta acabar en medio de la penumbra, eventualidad esta que a veces dejaba diezmados a los cuadros rivales, al no faltar la deserción de quien abandonaba el juego, apremiado por el temor a ejemplarizante castigo en casa. Sanción consistente, por ejemplo, en quedar suspendido de esta actividad por semanas o por meses.

Aunque la comparación suene a lugar común, al menos desde el punto de vista de la talla física, la confrontación suponía la disparidad bíblica entre David, aquí acaudillado por "Mechegallo", y Goliat. No obstante que la disposición táctica no era otra que la elemental, unos cuantos para defender y el resto para atacar, ¡todos reclamaban ser delanteros!, dondequiera que se armaba un ciempiés humano, un poco a la manera del rugby, por allí transitaba el Messi del barrio haciendo malabares para sortear contrarios, que como nubes de langostas surgían a su paso. Por alguna razón, ahora mismo ajena a la memoria, aquel encuentro acabó con empate a cuatro goles, peró estableció un pico bastante alto en el orgullo del representativo de Palermo, cual fue jugarle de tú a tú al que se le recordaría como el equipo de Ochoa Uribe.

Muchas de las reminiscencias de la época pasan por la escena de las narices infantiles aplastadas contra las vitrinas de la Casa Olímpica, la más importante tienda de implementos deportivos, y así por la impotencia y la fascinación de aquellos rapaces ante la ostentosa exhibición de artículos importados. Una versión de la realidad virtual a la manera de los años '60. Realidad que pudiera mitigarse al cabo de largas semanas de insomnio y profundos reatos de conciencia, pues "Mechegallo" y sus tres más allegados porfiaban en apostarle al premio gordo de sus sueños. Palabras mayores en medio de la austeridad económica, el objetivo no era otro que hacerse a la propiedad de un balón profesional, sin alternativa distinta que robarlo, y nada menos que a expensas del Independiente Santa Fe, dirigido con mano de hierro precisamente por Ochoa Uribe.

Acordadas fecha y hora, el golpe de mano debía darse necesariamente durante un entrenamiento del plantel albirrojo en el estadio Alfonso López de la misma Universidad Nacional, en cuya cancha y a veces en los alrededores del escenario tenían lugar las prácticas. Lejos de los actuales esquemas de seguridad, cuando la presencia de hinchas y de curiosos no sólo perturba, sino que inclusive compromete la integridad de los futbolistas, hoy elevados a los altares del culto popular y mediático, por aquel entonces la preparación de un equipo podía hacerse desprevenidamente a la luz pública.

Por más de un intento, los cálculos de los cuatro ladronzuelos se tradujeron en frustración y bronca, ya porque los asistentes del director técnico o los responsables de la utilería mantenían los ojos sobre cada balón desempacado de una enorme tula, ya porque enajenado por el miedo o por torpeza alguno de los secuaces de "Mechegallo" resultaba inferior a las circunstancias. Tanta zozobra acumulada debería acabar, en el término imperativo, aquel buen día en los alrededores del estadio, donde el preparador físico, Luis Alberto "El Mono" Rubio, que ejercía con sangre de capataz, emprendiera la rutina del entrenamiento para los arqueros e iniciara la fase que incluía un bombardeo de pelotas sobre los mismos. No obstante cómo una de ellas escapó al control de los asistentes y fue a dormir a los pies de uno de los granujas, ubicado estratégicamente, la misión estaba aún a mitad de camino.

Realidad o suposición en el clímax de aquellos instantes, alguna voz proveniente del entrenamiento denunciaba la pérdida de un balón, con lo cual el solo pálpito de caer en flagrancia podía malograr, una vez más, el plan urdido con prolijidad y desvelo extremos. Salvo que en esta ocasión, al guiño imperioso de "Mechegallo" ¡es ahora o nunca! el receptor de aquella pelota protagonizó la jugada del año al enviarla hasta un punto imposible a los radares de la práctica santafereña. Con el corazón en la mano en cada lance para alejar de la escena su redondo botín, a punta de disparos de media distancia, los cuatro, llamados entre sí Los Intocables, por una serie policíaca de televisión, fueron evadiéndose de la zona de riesgo a través de una especie de alucinación, de la cual apenas vinieron a despertar, resarcidos de sus utopías y exhaustos de maravilla, recién habían cruzado el umbral de casa.

domingo, 3 de junio de 2012

Heroico empate hace 50 años

ESPACIO RESERVADO para evocar la proeza de Colombia al igualar a 4 goles contra la Unión Soviética en la fase inicial del Mundial de Fútbol en Chile 1962. Es 21 de junuo de 2012. ¡Pronto!

lunes, 13 de diciembre de 2010

Galería

Un avión pasa en frente de un arcoíris sobre el Mar Mediterráneo. AP Un rayo ilumina el Panteón en la Acrópolis, en Atenas, Grecia. AP

lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Por qué el colombiano es tan cafre?

Gente bien particular son los sociólogos, filósofos, antropólogos y afines, que consagran su existencia a tratar de responder a los por qué de las conductas humanas, aún conscientes de que, precisamente en virtud de ellas, su encomiable desvelo tendrá tan sordo eco, como tan relativa contraprestación. En el caso de Colombia, la mayoría de los estudios de aquellos quijotes va a parar a una de las cuatro páginas de cierta famélica publicación sin ánimo de lucro, que circula apenas entre el gremio, y cuando no, permanecen en el limbo de algún escaparate, todo porque alguien robó la llave por el simple prurito de sustraerla.

En tanto lo anterior, no es menester quemarse las pestañas en busca de sentido al por qué los colombianos son como son, tan proclives, por ejemplo, a reclamar como Patrimonio de la Humanidad ciertos superlativos de oropel, como que tienen el mejor café del mundo, el mejor policía del planeta, la bahía más linda de América, el toque-toque más estético en el fútbol, el español mejor hablado, la ciudad de la eterna primavera, las orquídeas más lindas del universo, los máximos ciclistas en la montaña, los pioneros del carriel y de la ruana, los mejores caballistas de paso, de paso el presidente más popular, los ases del tejo y del trompo en el hemisferio, los reyes de la fritanga, los altivos portadores del sombrero vueltiao, ¡único en el orbe!, y otros embelecos por el estilo que surten su feria de vanidades, cosas todas ellas que no pasan de ser mitos inherentes a su mentalidad arribista, parroquial, arrabalera, violenta, y para redundar, también traqueta, de connotaciones peregrina y gilmente regionalistas, que plasman con orgullo en sus aires autóctonos o escupen con proverbial soez en los foros de internet.

Dentro del amplio espectro de orgullos vernáculos y de patria que avivan el imaginario colectivo y engordan su ideal de cultura autóctona, suelen los colombianos proclamar a los cuatro vientos que lo mejor del país es su gente, convicción que el Estado y el sector turístico han dado en promover como ícono de la identidad nacional, como referente de sus valores y parte de sus atractivos naturales. ¡Nada más ajeno a la experiencia objetiva! Inclusive, tanto sí hay un reconocimiento implícito al clamor de estas líneas —que es el de muchos—, que la frenética ofensiva publicitaria emprendida a través de medios de comunicación con grandes auditorios, como CNN y The New York Times, admite sin rodeos: "Colombia: ¡El riesgo es que te quieras quedar!".

Aquí resulta tan inevitable como imperativo admitir que en la escala de los antivalores, desde muy temprano en su devenir, el colombiano promedio oscila —digámoslo del modo gráfico y contundente en su propio lenguaje— entre el verdadero hijo de puta y el auténtico malparido, adjetivos que de manera eufemística se resumen en el vocablo cafre. Por cierto, quien hoy pueda levantar la mano para asumirse como la excepción, es obviamente aquel que apenas completa la media hora de nacido en la tierra que Pablo Escobar Gaviria en su apogeo criminal sacó del anonimato, lo que ni Gabriel García Márquez en su esplendor literario hacerlo pudo. Excepción, desde luego, nada atenuante, puesto que más pronto que tarde aquel neonato será un cafre más en el censo y en el consenso.

¿Quién es bueno en Colombia? Analizada en perspectiva, la pregunta, que pudiera adjudicársele a Hugo Chávez contra Álvaro Uribe en los peores tiempos de la crisis colombo-venezolana provocada y atizada por el segundo hasta el final de sus ocho años en el poder, no es de veras disparate ninguno. Por supuesto, resulta imposible creer que se trate de reacciones al repunte del precio del café de Juan Valdez en la Bolsa de Nueva York o de alguna campaña internacional orquestada por Cristina Aguilera contra su colega Shakira. En verdad, tamaño interrogante sin respuesta es consustancial al día a día, y no exclusivamente por la saturación de noticias adversas derivadas de las conductas asociales y antisociales del entorno, Estado, gobierno y sociedad al unísono, sino por la propia vivencia cotidiana, personal, íntima.

A la pregunta del millón habrá que responder invariablemente que la madre es buena con el hijo, el recién casado con su pareja, el adulto mayor con la niñez... Pero si generalizar es cosa poco fiable y poco sustentable, entonces, y en rigor de evidencia, habrá que poner en la balanza estadísticas como las del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, cuyos indicadores dan cuenta de las altas tasas de maternidad y paternidad irresponsables, del auge de los casos de padres y maestros pederastas, de la espiral alcista de maridos demandados por alimentos y del creciente índice de perversión inclusive en la tercera edad. Son eventos y protagonistas estos y otros muchos por los cuales los despachos judiciales no dan abasto, aún a pesar del silencio de las víctimas, que no entra en el universo estadístico, pero que contribuye a institucionalizar la impunidad y a consolidar lo que, dicho en colombiano, es simple y llanamente el imperio de la malparidez nacional.

Por supuesto, no se es cafre sólo por incurrir en conductas visibles a la ley de los jueces o a las cámaras de vigilancia. Sin tanto adjetivo ni marco de referencia socio-filosófico-cultural-antropológico, colombiano es, por ejemplo, aquel panadero que se solaza con mearse sobre la masa del pan antes de someterla al horno o el sujeto satisfecho al fin, después de haberle rebanado tremenda porción de pintura al auto nuevo del vecino de parqueadero. Son prácticas dignas del Código Penal, que van a engrosar otra clase de expediente: el de lo genuinamente colombiano. Incluso, hay otras expresiones no tan recurrentes, pero que evidencian modos de pensar y hacer de acuerdo con el catálogo de colombianismos. Ejemplo: la enfermera que, hastiada de las demandas de su anciano paciente decide esconderle la prótesis dental, bajo la deducción silogística de que así el enfermo aprenderá a no quejarse tanto.

De hecho, lo cafre es al mismo tiempo un modo institucional, corporativo, social, consolidado, legitimado y entronizado en todas las esferas del país, desde las instituciones del Estado, pasando por el sector privado, hasta aquellos estamentos marginales. Ser cafre es de alguna manera como llevar la camiseta de la Selección Colombia: Algunos la exhiben, otros la tienen puesta bajo la ropa, pero todos necesariamente se reconocen en ella.

Fenómeno sociológico en expansión, cafre es el político, el funcionario público, el contratista, el escolta, el militar, el policía, el celador, el médico, el abogado, el odontólogo, el profesor, el empresario, el cajero del banco, el taxista, el dueño del bar, el actor famoso, la modelo y su versión prepago, la terna arbitral en el fútbol, la barra brava, el dirigente deportivo, el contratista, el sindicalista, el interventor, el burócrata, la telefonista, el carpintero, el mecánico, el chofer, el proxeneta, el cura, el brujo, el pastor, el portero de la morgue, el vendedor ambulante, el indigente en el semáforo, el guerrillero, el traqueto, el paramilitar, el usuario de Twitter, de Facebook... ¡Es la cafrecracia!

De la mirada general a la experiencia particular, bastaría la vivencia del extranjero que llega por Bogotá, para comprobar la naturaleza cafre de un colombiano según se comporta durante el aterrizaje. No ha terminado la nave su carreteo, cuando los connacionales han vuelto trizas los protocolos de seguridad, violentado las normas de cortesía y transgredido la ley del sentido común, al saltar alevosamente de sus sillas para emprender una lucha sin cuartel por los equipajes embutidos en los escaparates dispuestos para tal fin. Desde luego, ya en el curso del vuelo no faltará quien se haya encaletado algunos objetos que con obvio carácter devolutivo provee la aerolínea: una revista, una frazada, una almohada, un par de audífonos y, ¿por qué no?, hasta un chaleco salvavidas, a lo cual tampoco faltará, ¿por qué no?, el invicto coleccionista de máscaras de oxígeno. A propósito, esto es lo que en el lenguaje coloquial se conoce como ser avión, que es una de las acepciones de cafre.

Ello, sin contar con que uno que otro viajero ya había sostenido un altercado con el prójimo por un codazo incidental o por el privilegio de la ventanilla, o agredido al personal de abordo porque el menú no incluía lechona, porque el licor de la carta no era gratuito o porque muchos se rehusaban a suspender sus aparatos electrónicos en el momento técnicamente indicado para hacerlo. Ni se diga sobre la costumbre tan extendida de quienes para dormir pretenden reclinar la silla al imposible de los 180 grados, sin importar que el usuario del puesto de atrás esté a punto de morir estrangulado, y que es uno de los hábitos detonantes de riñas y de trifulcas en los cielos que surcan los colombianos.

Visiones como la anterior rondan la memoria ingrata de Hannelore Vierschann, viuda del antropólogo alemán Hans Dieter Schönwemberg, cuando evoca su único viaje a Colombia, adonde la pareja voló atraída por esa especie de Crónicas de Narnia que pintaban algunas páginas de la web sobre la Sierra Nevada, Caño Cristales, San Agustín y la región del Amazonas, pero también destinos como Cartagena colonial y Villa de Leyva.

Tras una fila de tres horas para inmigrar, el tener los ojos azules y haber perdido su traductor electrónico durante el vuelo mientras dormían, fueron para este matrimonio como el pasaporte hacia la pesadilla. Para comenzar, los visitantes no sólo fueron objeto de las exigencias de unos buenos dólares por parte de cierto oficial de inmigración, sino víctimas del gremio de maleteros, que en gavilla les exigía cuantiosas propinas por la devolución de la única de las cinco valijas —para más señas violentada— que sobrevivió a la desaparición de su equipaje, armado para tres meses de estadía.

Una vez en la calle, entre el maremágnum propio de los alrededores de la puerta de salida de los pasajeros internacionales en Eldorado —infestados por el comercio informal que ofrece desde chitos, chicles, cigarrillos al menudeo, llamadas a celular, tinto en vasito desechable, voluntarios de todos los oficios, venta de lotería, CD's, la ultima novela de Vargas Llosa, lustre de calzado, hoteles baratos, cambio de moneda extranjera, hasta damas de compañía— lo único en que la atribulada pareja de Neunbrandenburgo atinó a echar mano aquella noche fue de la palabra que en casi todas las lenguas del mundo traduce lo mismo: ¡Taxi!

(CONTINUARÁ...)

viernes, 29 de octubre de 2010

Argentina, patética


Sobre todo en esta instancia de la Historia, y visto necesariamente bajo el prisma de lo político, talvez ningún término hay más puntual, certero y ajustado a la horma y naturaleza de lo que discurre hoy en Argentina a raíz del deceso de expresidente Néstor Kirchner, que el adjetivo patético. Sólo hay que repasar el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: "Patético: 1. adj. Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía".

Sin duda, la escena nacional argentina ha resignado a un líder de amplia connotación popular, según se deduce de la masiva expresión de duelo suscitado por el acontecimiento, cuyos efectos, como queda en evidencia en la medida de las proporciones, han sido atizados y magnificados por la gran mayoría de los medios de comunicación, con un despliegue y sobre todo con un enfoque dignos talvez del que hoy reclamaría la mismísima desaparición de su héroe y libertador, José de San Martín.

Esta visión de los hechos marca tan insólito como altamente sensible contraste con la percepción universal que se tiene de una sociedad como la argentina, en apariencia caracterizada por determinados niveles de criterio y de análisis político, prolífica en el ámbito de la intelectualidad y de la cultura en sus más diversas manifestaciones, según se le conoce y reconoce a través de los tiempos. En consonancia con esta proyección, decir que Argentina es sinónimo cultura, de acuerdo con esta mirada, es un poco como decir tango y de reflejo entender que se trata de la identificación vernácula de los argentinos.

De vuelta a lo patético, y como es previsible en un evento de tal magnitud a nivel de los argentinos, al episodio Kirchner se ha sumado, con toda su relevancia, la voz siempre protagónica de ese ícono de las masas y ya todo un referente histórico, al menos dentro de la tradición moderna del país: Diego Armando Maradona, quien, con todo y su inocultable déficit de escolaridad, no sólo interviene en asuntos de Estado y de política exterior —ya al hombro de Fidel Castro en Cuba, ya de la mano de Hugo Chávez en Venezuela—, sino que en tan especial coyuntura, y como el estadista que se asume, ha convocado a su pueblo al imperativo de confrontar a los opositores de la viuda y presidenta, Cristina Fernández de Kirchner.

Diego Maradona y Cristina de Kirchner


De antemano, Maradona no sólo tiene un auditorio nacional, al punto de existir el culto de la Iglesia Maradoniana, sino que dispone de suficiente tribuna, cuando los propios medios de comunicación reproducen, con proverbial altisonancia y en prominentes caracteres, declaraciones suyas como la pronunciada en la ocasión, y que a todas luces nutren y agitan el imaginario colectivo, cual si provinieran del gran guía espiritual y del insoslayable conductor de los destinos de la nación, como bien pudiera ocurrir en el futuro, pues el país y la selección Argentina, con la que inclusive fracasó en el pasado Mundial, parecieran ser responsabilidades del mismo calibre.

"Ayer escuchaba hablar a los que están en contra (de las políticas de Kirchner) y decían que hoy Néstor es el mejor. Me pareció muy hipócrita todo, pero a estos contras quiero que Cristina los pelee como los peleaba Néstor", manifestó El 10 en medio del espeso entramado de cables y de micrófonos de la prensa, la radio y la TV cuyos representantes se disputaban frenéticamente hasta la expectoración que pudiera producir este mito viviente. "Argentina perdió a un gladiador que nos sacó del pozo", opinó el exfutbolista ante la multitud apostada en las afueras de la Casa Rosada, gentío entre el cual podía apreciarse una gran mayoría de dolientes del origen más humilde, que lo aplaudían y aclamaban a rabiar.

Como si lo anterior fuera poca evidencia del mundo paradójico, excéntrico y bizarro del devenir político argentino, reconocidos bastiones del periodismo como La Nación y Clarín, que apenas meses atrás se debatían en la encrucijada sobre cómo enfrentar la amenaza de perder sus acciones en la industria que les proporciona el papel periódico por causa de la retaliación del gobierno por minimizar su poder crítico, ahora le tributan loas y toda suerte de honores de prócer al ilustre difunto.

En verdad, al duelo popular, que durante el velatorio en Buenos Aires y el funeral en El Calafate ocasionó centenares de desmayos entre la turba, se suma el llanto en que hoy puede estar sumido el periodismo independiente y crítico, cuando dos de sus exponentes más preciados se rinden en una prosa casi delirante, inspirada en la supuesta magnificiencia del caudillo ausente, que con su viuda presidenta ha estado a punto de arrebatarles el derecho constitucional a informar.

Una visión resumida sobre el caudal informativo suscitado por la muerte de Kirchner y la manera como el hecho monopolizó las primeras planas, puede apreciarse a continuación, al menos en cuanto se refiere a la página web de Clarín:

Llegó Cristina para cerrar el velatorio de Kirchner y encabezar el velatorio de Kirchner, rezaba el encabezado de Clarín a las 48 horas del acontecimiento.

Además de diversos enlaces de video y de audio empotrados en el sitio de internet, había otras minucias que abarrotaban la primera página:

--El dolor de la Presidenta, al cuidado del aliento de la gente.
--Máximo, el hijo de los Kirchner, sostuvo todo el tiempo a su madre.
--Miles de personas en las calles, para ver el paso del cortejo fúnebre.
--Daniel Scioli (Gobernador de Buenos Aires): “Yo voy a estar donde Cristina lo necesite”.
--Hugo Moyano (el líder de la poderosa Confederación General de Trabajadores): “Por supuesto, ella va a ser la jefa”.
--Tras el velorio, Moyano y la UIA se reunieron a solas.
--Guillermo Pérez Luque (periodista): “Tengo una foto en la mente: La de Cristina bajando de la ambulancia”.
--Ocho presidentes sudamericanos, junto a Cristina en el velatorio.
--El gobierno pidió a Duhalde y a Cobos que no fueran al velatorio.
--Los dramáticos intentos por reanimar al presidente frente a Cristina.
--El cementerio, vallado y a la espera de la comitiva.
--La Plaza de Mayo, escenario de un incesante desfile: Miles de personas hacen fila para entrar a la Casa de Gobierno.
--"Argentina perdió a un gladiador": Maradona.
--"Tenía muchas cosas del Che Guevara": El Diego.
--Postergada la fecha futbolera.

Es más: los contenidos propios del adolorido despliegue periodístico se ocuparon al mismo tiempo y con sonado énfasis, del lado farandulero alrededor del féretro envuelto en el pabellón celeste. Como la puesta en escena de un gran festival de evocaciones patrias y patrioteras, los medios de comunicación entraron en sintonía con esa misma cultura popular que agitan y promueven, y que en Argentina, como en ninguna parte, resulta tan proclive a la sublimación de unos cuantos finados, a cuya galería de mitos pertenecen necesariamente, y entre otros, Carlos Gardel, Juan Domingo Perón, Evita, Isabel Martínez de Perón, por supuesto Diego Maradona —El Diego o El 10, como se le llama inclusive editorialmente— y ahora Néstor Kirchner.
A tal extremo de compromiso sentimental y emocional llegan eventos como estos en el país, que cuando Eva Gilberti, una sicoanalista consultada por el Canal de la TV Pública Argentina para formular un diagnóstico sobre el por qué el pueblo argentino se involucró tan dramáticamente en este evento, la entrevistada terminó inevitablemente bañada en llanto. Reacción similar tuvo Gabriela Castaño, una de las reporteras del mismo canal, cuando el féretro ingresó en la bóveda en Río Gallegos.
Bombos, banderas nacionales y de algunos equipos de fútbol —detalle infaltable—, coros populares, consignas, marchas multitudinarias y otras manifestaciones alegóricas al nuevo huésped del panteón de la gloria argentina enmarcan el adiós al hombre que últimamente gobernaba a este país a través de su esposa Cristina, para lo cual, sin duda, hizo gala de su destreza como un ventrílocuo del poder.

viernes, 22 de octubre de 2010

Por qué la luna...

El simple fenómeno cósmico de que sea el Sol y no la Luna, el astro que acompaña el tiempo de permanecer despiertos, y de que bajo su hegemonía discurra la vida en general de los habitantes del planeta, lo cual lo hace existencialmente un lugar común, me inspiró siempre una especie de culto hacia la segunda.

No hay, que se sepa, estudio, estadística ni bibliografía ninguna que den cuenta acerca de la mayor o menor importancia que le hayan concedido, por ejemplo, los poetas a uno y otra, no obstante la milenaria tradición sobre la presencia de la luna, ya entreverada en los versos más ilustres o presente en las composiciones de amor más cursis.

Referencias acerca del sol, masculino en la lengua de Cervantes, hay, al menos en Google y en el idioma de Shakespeare (sun) unas 573.000.000, contra 185.000.000 de su contraparte femenina (moon), lo cual pudiera suponer la cierta prevalencia que pueda tener el sol para los seres humanos en general y para los estudiosos en particular.

Luz y sombra alrededor de la verdad

Gracias a la oportunidad de la tecnología, el sentido verdadero de escribir un blog está fundado en la necesidad congénita y universal de la libertad de expresión, tan condicionada aún en estos tiempos que se suponían fuera del alcance de la Inquisición, sobre todo si se plantea desde el periodismo independiente.

Una evidencia en plena ebullición se funda en el hecho de que aquellos autores que hoy porfíen en promover el acceso a la verdad están conminados a naufragar en su empresa, cuando no a morir en ella. Y aquí morir no sólo se circunscribe al término mediático o profesional, sino al rigor de sucumbir a la acción cierta y certera del profesional del gatillo contratado para tal despropósito.

Tanto como luz y sombra son estados antagónicos, mientras haya, como la ha habido en todos los tiempos de la Historia, una voz comprometida con el derecho y con el deber a la verdad, implícita en el ejercicio de la libertad, habrá otra, generalmente inaudible, empeñada en acallarla hasta conseguirlo.

Lo cual, por supuesto y por suerte, no podrá silenciar jamás a esa otra expresión: la verdad histórica.

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