jueves, 21 de junio de 2012

La pieza que le falta a la FIFA

Contra lo que pudiera creerse a simple vista, no estamos aquí ante un objeto de carácter lúdico hallado por arqueólogos británicos en la tumba de Ramsés III. Cuero, cáñamo y una tan virtual como resignada redondez harían suponer que se trata de un instrumento de juego empleado por antiguos egipcios, supuestos padres del invento más próximo al fútbol, un milenio antes de que este deporte fuera reglamentado en Inglaterra (1883).

En verdad, esta piltrafa, desecho, ripio, escoria, o como quiera tildársele a su suerte última, corresponde a toda una pelota de fútbol de los años ‘60 del siglo veinte y —¿por qué no?— a una de tantas reliquias faltantes aún en la galería de la FIFA. Especie de eslabón perdido, es por lo mismo una pieza perfectamente digna de alternar en el museo del fútbol con otras antiguallas ausentes sin remedio, como la Copa Jules Rimet, que hasta 1970 constituyó el trofeo al campeón mundial. Hecha en plata, chapada en oro y lapislázuli, en 1983 la estatuilla desapareció de su escaparate en Río de Janeiro, y al parecer fue fundida.

No por haber sido extraído del subsuelo de Google, el balón de la referencia deja de ser todo un hallazgo. En particular, porque el descubrimiento de esta imagen, con toda su carga emocional, histórica, vivencial, nostálgica y hasta poética, permite devolver la cinta de la memoria hasta las calles de sectores como Palermo en Bogotá, en tiempos en que hordas de niños y jóvenes se apropiaban del pavimento para convertirlo en campo de fútbol. Ni siquiera puede decirse que lo tomaban por asalto, pues el espacio reservado al tráfico era suficientemente amplio y apacible, gracias a que el auto particular constituía un bien extravagante a las posibilidades económicas del común.

Fabricado naturalmente para el potrero y no para otra clase de superficie, la apariencia menesterosa del balón de marras se explica en que su último tramo de vida útil no sólo transcurría sobre el asfalto, sino que de modo recurrente resultaba ensartado entre las púas de las verjas del vecindario, en algún inexpugnable rosal de antejardín o en las agujas de vidrio picado dispuestas sobre el lomo de las paredes de las casas, cuyos dueños encontraban en este escalofriante mecanismo de defensa una forma eficaz de disuadir a los amigos de lo ajeno.
Esta versión original del primero de los dos esféricos aquí reseñados es la misma que deslumbraba a la niñez y a la juventud de aquellos tiempos, cuando, por razones que mejor interpretan los estudiosos del comportamiento de la economía, la sociedad y del devenir, la noción sobre la pobreza pareciera estar más arraigada que ahora, cuando paradójicamente los más desposeídos son la generalidad. Dado su carácter incosteable, pretender la adquisición de este utensilio hacía parte de las quimeras para la mayoría de adolescentes, desde luego unas mucho más relevantes que otras, como la de tener algún día de domingo la suerte de ingresar al estadio El Campín, la de comprar un receptor de televisión o la de conocer el mar.

Objeto casi de culto ante la imposibilidad económica de un balón por cada familia, una vez la flamante esférica retozaba entre la camarilla infantil producía un deleite próximo a la lujuria, y a su propietario le otorgaba una posición de dominio sobre el entorno. En medio de una resignación a toda prueba por parte de la gallada, surgía así la figura del dueño del balón, a menudo un sujeto que, prevalido de mayor nivel socioeconómico, solía abrogarse la investidura de mandamás del barrio a la hora de disponer de la pelota, definir el momento y lugar de los partidos, determinar inclusive la alineación de los rivales y, por supuesto, establecer las reglas del juego a su inapelable antojo.


En aquel Palermo de garbosas residencias de arquitectura inglesa en su conjunto, la placidez de sus vergeles, parques y alamedas pobladas de eucalipto y urapán reflejaba en cierta forma el talante apacible de sus gentes, que de la noche a la mañana se vieron prácticamente a merced del tropel de futbolistas callejeros. Sin contar la algarabía permanente, sumados cada ventana reducida a polvo de cristal por falta de lesa puntería, cada jardín arruinado con la búsqueda de la pelota que trascendió el enrejado, cada taponazo contra un portón, cada pared estropeada por cada círculo impreso en lodo, cada rechinar de frenos de un vehículo en medio del frenesí de la turba de adolescentes, cada bronca alrededor de una coyuntura de juego, cada peatón impactado por un tiro de esquina, cada acera vedada a los transeúntes, cada asignatura escolar perdida, cuando no el mismísimo año lectivo, aquella fiebre de fútbol en la mitad de la calle se había constituido en factor de perturbación.


Desde la perspectiva local, Bogotá abarcaba prácticamente la noción del país. Así entendida, la idea sobre el resto de la circunscripción nacional era en significativa proporción la de concebirla como La Provincia, una dimensión medio abstracta y peyorativa, no obstante la importancia de centros urbanos en auge como Medellín, Cali y Barranquilla. Inclusive, más que una percepción, resultaba sobre todo una actitud, que muchos, especialmente en los barrios del entonces norte de la ciudad, de mejor estrato social, asumían con cierto desdén regionalista, fundados en el protagonismo cultural, político e histórico de la metrópoli.

Aquí vale consignar cómo aquellos futbolistas, en su gran mayoría, se daban a los conciertos de pelota dentro de la mayor informalidad. Si bien la prerrogativa de tener balón propio era suerte exclusiva de unos pocos, mucho más patética resultaba la de calzarse un par de guayos. Así, lo más parecido a la vestimenta de un jugador era a duras penas una camiseta, única y por lo tanto eterna, alusiva generalmente a los equipos de la ciudad, Millonarios y Santa Fe, que se acompañaba del jean o del pantalón de calle. Por supuesto, la excepción eran los niños o los jóvenes bien, privilegiados con la muda deportiva completa, que al rompe de verlos denotaba sensibles diferencias sociales.

Uno de los virus desencadenantes de semejante influenza futbolística derivó principalmente del boom de las estampitas de colección del campeonato profesional, avivado por la importancia que entre el corrillo infantil suscitaba la vecindad con Edilberto "Bogotá" González, delantero del Independiente Santa Fe, residente en un edificio contiguo al entonces flamante Teatro Americano, localizado en la carrera 16, entre las calles 49 y 50. Prevalido de su condición de hermano menor del futbolista, Luis Eduardo, de eximias calidades con el balón, capitaneaba aquellas huestes.

Conocido entre los más cercanos como "Mechegallo", apócope de "Mecha de gallo", por sus pelos más sobresalientes a la altura de la coronilla, su liderazgo dentro y fuera del juego implicaba una sentida admiración, no exenta de protagonismo. En medio de la casualidad de los partidos, en la calle, en el parque Palermo o en la Ciudad Universitaria, como era conocido el campus de la Universidad Nacional, su presencia era garantía de holgura en el triunfo en cualquiera de las alineaciones que, en su condición de propietario de uno de los contados balones del sector, él conformaba a su criterio. Por supuesto, todos querían jugar al lado del Lionel Messi de Palermo.

A menudo blanco del juego áspero, sus destrezas llegaban al punto de que, sin despeinarse ni salirse del reglamento, era capaz de pasarle la cuenta de cobro a su verdugo mediante un amague, levantar con sutileza la pelota e impactarle con ella el rostro, simulando intentar hacerle un sombrerito es decir, pasarle la bola por encima de la cabeza, como cosa propia de su habilidad— y tomar luego el rebote del balón, que en sus poder adquiría propiedades magnéticas. A continuación driblaba a su antojo al opositor, y si resultaba factible le metía un caño, como se dice en Río de La Plata, suerte esta que en Colombia se conoce como túnel colarle la pelota por entre las piernasy que suponía una humillación para todo aquel que osara rasparle los tobillos.

En medio del sosiego de aquella pradera de ensueño que constituían los campos de la Ciudad Universitaria, cuidados con esmero casi golfístico, en una tarde del verano de 1965 el grupo se disponía a uno de los habituales picados partidos casualescuando apareció, con cierto aire de superioridad según sus primeras manifestaciones, un hatajo de adolescentes algo mayores, en plan de desafío, encabezados por quien saludó identificándose como hijo de Gabriel Ochoa Uribe, el más prestigioso de los directores técnicos en Colombia, y quien más que un nombre de éxito era ya una marca.

Aceptado el reto de aquellos forasteros de mejor estrato social, y como era proverbial en aquel fútbol de potrero, ocho díás más tarde cada bando armaba su propia portería, consistente en disponer para el ancho de cada una y a manera de referentes de ambos postes, dos montones de cuanto a bien había: ropa, maletines, gorras, zapatos, etc. De este modo se configuraban los arcos, y la manera de darles dimensión, solamente a nivel del piso, era por el sistema de caminar el jugador elegido para ello tantos pasos como convinieran ambos rivales. Ante la ausencia de árbitro y la falta de travesaño, tema tan subjetivo y controversial como dirimir sobre si un balón aéreo implicaba un gol, se resolvía relativamente en proporción a la estatura del portero, lo cual solía ser causal de interminables discusiones. Aunque menos recurrente, algo similar acaecía con la también imaginaria línea de gol.

Bajo premisas muy aferradas dentro de la informalidad del contexto, como que tres tiros de esquina consecutivos acarreaban un penalty, el duelo fue pactado a seis goles, con lo cual se llevaba la victoria el equipo que primero alcanzara esa cifra. En estas condiciones, un partido podía implicar desde una tarde entera, hasta acabar en medio de la penumbra, eventualidad esta que a veces dejaba diezmados a los cuadros rivales, al no faltar la deserción de quien abandonaba el juego, apremiado por el temor a ejemplarizante castigo en casa. Sanción consistente, por ejemplo, en quedar suspendido de esta actividad por semanas o por meses.

Aunque la comparación suene a lugar común, al menos desde el punto de vista de la talla física, la confrontación suponía la disparidad bíblica entre David, aquí acaudillado por "Mechegallo", y Goliat. No obstante que la disposición táctica no era otra que la elemental, unos cuantos para defender y el resto para atacar, ¡todos reclamaban ser delanteros!, dondequiera que se armaba un ciempiés humano, un poco a la manera del rugby, por allí transitaba el Messi del barrio haciendo malabares para sortear contrarios, que como nubes de langostas surgían a su paso. Por alguna razón, ahora mismo ajena a la memoria, aquel encuentro acabó con empate a cuatro goles, peró estableció un pico bastante alto en el orgullo del representativo de Palermo, cual fue jugarle de tú a tú al que se le recordaría como el equipo de Ochoa Uribe.

Muchas de las reminiscencias de la época pasan por la escena de las narices infantiles aplastadas contra las vitrinas de la Casa Olímpica, la más importante tienda de implementos deportivos, y así por la impotencia y la fascinación de aquellos rapaces ante la ostentosa exhibición de artículos importados. Una versión de la realidad virtual a la manera de los años '60. Realidad que pudiera mitigarse al cabo de largas semanas de insomnio y profundos reatos de conciencia, pues "Mechegallo" y sus tres más allegados porfiaban en apostarle al premio gordo de sus sueños. Palabras mayores en medio de la austeridad económica, el objetivo no era otro que hacerse a la propiedad de un balón profesional, sin alternativa distinta que robarlo, y nada menos que a expensas del Independiente Santa Fe, dirigido con mano de hierro precisamente por Ochoa Uribe.

Acordadas fecha y hora, el golpe de mano debía darse necesariamente durante un entrenamiento del plantel albirrojo en el estadio Alfonso López de la misma Universidad Nacional, en cuya cancha y a veces en los alrededores del escenario tenían lugar las prácticas. Lejos de los actuales esquemas de seguridad, cuando la presencia de hinchas y de curiosos no sólo perturba, sino que inclusive compromete la integridad de los futbolistas, hoy elevados a los altares del culto popular y mediático, por aquel entonces la preparación de un equipo podía hacerse desprevenidamente a la luz pública.

Por más de un intento, los cálculos de los cuatro ladronzuelos se tradujeron en frustración y bronca, ya porque los asistentes del director técnico o los responsables de la utilería mantenían los ojos sobre cada balón desempacado de una enorme tula, ya porque enajenado por el miedo o por torpeza alguno de los secuaces de "Mechegallo" resultaba inferior a las circunstancias. Tanta zozobra acumulada debería acabar, en el término imperativo, aquel buen día en los alrededores del estadio, donde el preparador físico, Luis Alberto "El Mono" Rubio, que ejercía con sangre de capataz, emprendiera la rutina del entrenamiento para los arqueros e iniciara la fase que incluía un bombardeo de pelotas sobre los mismos. No obstante cómo una de ellas escapó al control de los asistentes y fue a dormir a los pies de uno de los granujas, ubicado estratégicamente, la misión estaba aún a mitad de camino.

Realidad o suposición en el clímax de aquellos instantes, alguna voz proveniente del entrenamiento denunciaba la pérdida de un balón, con lo cual el solo pálpito de caer en flagrancia podía malograr, una vez más, el plan urdido con prolijidad y desvelo extremos. Salvo que en esta ocasión, al guiño imperioso de "Mechegallo" ¡es ahora o nunca! el receptor de aquella pelota protagonizó la jugada del año al enviarla hasta un punto imposible a los radares de la práctica santafereña. Con el corazón en la mano en cada lance para alejar de la escena su redondo botín, a punta de disparos de media distancia, los cuatro, llamados entre sí Los Intocables, por una serie policíaca de televisión, fueron evadiéndose de la zona de riesgo a través de una especie de alucinación, de la cual apenas vinieron a despertar, resarcidos de sus utopías y exhaustos de maravilla, recién habían cruzado el umbral de casa.

domingo, 3 de junio de 2012

Heroico empate hace 50 años

ESPACIO RESERVADO para evocar la proeza de Colombia al igualar a 4 goles contra la Unión Soviética en la fase inicial del Mundial de Fútbol en Chile 1962. Es 21 de junuo de 2012. ¡Pronto!